ESCAPARATES DE PIEDRA*
El parsimonioso paso del Duero,
después de dejar las Riberas de Castroñuno,
en Castilla, se adentra
en tierras leonesas de Zamora, por Toro;
ciudad que asoma desde una loma
su coqueta colegiata
para contemplar, obnubilada,
aun con el peso costumbrista de los siglos,
el opíparo caudal que, cómodo,
sin apenas esfuerzo, arrastra
las confidencias de sus afluentes.
Escoltado por cultivos
y andenes de sombras efímeras
que prestan chopos, álamos y fresnos,
llega el Duero a Zamora,
donde reconfortado por su belleza
se adormece, cuan efecto de un somnífero,
para incautar su silueta.
En las noches de luna llena,
lengua de plata, remolino
de cráteres alrededor
del cimborrio que hechizado
se acerca a beber al cauce.
Zamora, tándem
del románico y del modernismo,
escaparate en piedra
que desata la mirada de quien la pasea;
también es conocida
por haber marcado en su muralla
la épica de Vellido Dolfos,
a la cual un 6 de octubre de 1072 volvió
a la velocidad de rayo, venablo en mano,
mostrando lealtad al Reino de León,
después de dar muerte a Sancho II
por el asedio a la ciudad,
cercada por las huestes castellanas
durante siete meses y seis días.
Castilla jamás se lo perdonó,
manteniendo la afrenta en una falsa leyenda,
lo que fue una hazaña se gestó
por quien la escribió en una traición.
De espaldas va quedando Zamora,
su muralla, su castillo;
tras un leve traspiés en las Aceñas del Olivares,
después de sujetarse el cabello con nuevos versos.
Pero no es hasta la confluencia con el Esla,
último reducto de resistencia
de la nación astur,
cuando el Duero permuta su piel a adulto,
cambia su aspecto sosegado
por un indómito guerrero,
los guijarros por esperma
de los ancestros castros.
En su búsqueda de destino
atraviesa la comarca de Sayago
entre chiviteras, chozos y azoteas de granito,
y un manto de encinas cosidas
a toda prisa sobre el brezo,
bajo el sutil vuelo de las cigüeñas.
Sin darse cuenta, a su encuentro,
recibe la bienvenida de Miranda,
que aun siendo suelo de Portugal,
son las mismas maneras, el mismo baile,
la misma lengua asturleonesa
que une y no separa
ambos lados de la frontera.
El Duero se hace insumiso
al alcanzar Fermoselle;
a su izquierda, sellando cierta distancia,
se asoma el pantano de La Almendra
amarrado al último hálito del Tormes.
Sigue el río, no se detiene,
sigue entre riscos, ceñido
por el abrupto paisaje de las Arribes,
ágora del águila real, el buitre y el alimoche.
A un lado, Portugal;
al otro, el País Leonés,
hasta que el Duero decide,
de buenas a primeras,
que solo quiere ser portugués,
melancólico, los acordes de un fado.
Juan Carlos García Hoyuelos
* versos del poemario inédito "Identidá"
Fotografía de Javier y Juan C. García Hoyuelos