India es majestuosa,
tiene la altivez
de la Diosa entre los dioses,
viva como llama incandescente
danza en la perfección de sus templos,
en el santuario de sus montañas,
en el misterio de sus ríos,
en la profundidad de sus cantos.
Un libro sagrado toda ella,
urdimbre de profetas y masacres,
anhelo que aún duele
en las escisiones violentas de la sangre.
Un ritual al rojo vivo,
India fermentada,
dolor cauterizado entre nubes de sándalo,
en la ferviente ofrenda
que se desliza sobre un río iluminado.
Antípoda de sí misma
la India me despide
con hálito agridulce.
En este mismo cuerpo
se conectan dos polos:
el impacto y el asombro,
el arrobamiento y la tristeza.
Mi corazón ha navegado extasiado
por altos palacios blancos,
hermosas cámaras funerarias
y ceremonias que erigen templos evanescentes
fugaces templos de cuatro mil años,
cada noche sobre el Ganges.
Y ese mismo corazón
también se ha sentido avergonzado
ante la miseria de barracas insondables.
Un incomprensible sentido
de pérdida y ganancia
me remueve los cimientos,
como si allá en el fondo
hubiera presenciado la orilla
donde la majestad y la miseria se eslabonan.
Me llevo un silencio ensordecedor:
el encuentro de mausoleos sobrios
e impensables
con el ruido violento de las calles.
Me llevo la visión pulcra y marmórea
de los gigantes templos
y las feroces dentelladas de la pobreza.
Pero sobre todo me llevo
el dulce abrazo que sentí
en los ojos de tanto desconocido,
la nobleza apenas perceptible
de un espíritu infantil constante,
un toque apenas de dulzura,
un soplo apenas,
un abrazo.
Aquí me he caído hasta lo alto,
y me he levantado hacia lo hondo
abrazando la sencillez de lo sagrado,
tocando de cerca
el dolor de heridas abiertas.
Al despedirme arde el alma
con fuego sutil y violento,
agridulce fuego,
triste, enamorado fuego
de estos vientos,
tierno, agradecido
—tan
agradecido— fuego.
María Vázquez Valdez
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