miércoles, 20 de agosto de 2014

FORASTERIANDO - Cantada por José Larralde -

Pasando por la nevada, derecho pa' la copeta,
atrás de una loma quieta que cuando pasé ahí estaba.
En un codito que daba la entrada de 'La Guarál',
y un poquito más acá, antes del paso a nivel,
la tranquera sin cartel del puesto de un capataz.

De la loma que le indico, más allá de la tranquera,
está la que yo anduviera a una media legua y pico.
Me acuerdo cuando era rico, antes que tuviera espinas,
agarraba pa' la alsina y al costao' de la laguna,
solía pedirle a la luna un algo pa' la cocina.

A la orilla del juncal con media brazada alcanza,
pa' verle brillar la panza al bagre más colosal.
No hay bicho que venga mal pa' hacer engrasar 'las treves',
más el varón que no pruebe no puede saber si es cierto,
¡malhaya!, me caiga muerto cuando esa cosa me llegue.

Con las heladas de junio, andaba pisando escarchas,
y me avispeaba a la marcha, la espuela del abrepuño.
Dicen que tira el terruño si se anda forasteriando,
yo no sé ni dende cuando falto de aquella región,
pero siento el corazón que anda por ahí galopeando.

Andan por esos parajes las cosas que yo viví,
naides las movió de allí, como evitando el ultraje.
Esqueletico ramaje haciéndole sombra a nada,
Recitado totorales y espartadas; flamencos y gallaretas.
Zanjones y canaletas y tábanos a patadas.

Por eso es que a veces pido cuando canto la milonga,
que el que tenga que se ponga y me eche la falta 'e envido.
No las voy de presumido por ser del lao de ande soy,
ayeres que no son hoy, pero que son igualitos,
chajaces pegando un grito y hombres que dicen 'estoy'.

Estoy pa' hacerle al arado, y pa' clavar un molino,
estoy pa' dar mi destino en la tierra que he sembrado;
estoy en el alambrau y en el tinglao de la esquila
estoy trabando la pila de los adobes pa'l rancho,
y ando espantando los chanchos que encaran para el maiz, en fila.

Pasando por la nevada, con rumbo pa' la copeta,
encontré que en la maleta las cosas se mesturaban.
Cuando las aves cantaban, no sé lo que me pasó,
tal vez he pensao que yo también era un pajarito;
el canto se me hizo grito y el grito se me murió.

Entre risas y lloradas se armó la ley de la vida;
unos bajan la subida y otros suben la bajada.
'Los hombres no somos nada', filosofa el velatorio,
y entre anices y jolgorios en la habitación de al lao,
cada uno llora al finao del modo más provisorio.

Tengo el corazón cansado, y el alma desorientada,
le pregunto a Dios y nada, hasta ahora me ha contestao.
Sé que me mira callao, pa' ver hasta donde me aguanto,
más nunca sabré, ni cuanto, me dió pa' que yo anduviera:
yo quisiera que él quisiera lo que yo he querido tanto.

Cantada por José Larralde

lunes, 18 de agosto de 2014

ALMA AUSENTE - Federico García Lorca - En su aniversario -

No te conoce el toro ni la higuera,

ni caballos ni hormigas de tu casa.

No te conoce el niño ni la tarde

porque te has muerto para siempre.
 

No te conoce el lomo de la piedra,

ni el raso negro donde te destrozas.

No te conoce tu recuerdo mudo

porque te has muerto para siempre.

 
 El otoño vendrá con caracolas,

uva de niebla y monjes agrupados,

pero nadie querrá mirar tus ojos

porque te has muerto para siempre.
 

Porque te has muerto para siempre,

como todos los muertos de la Tierra,

como todos los muertos que se olvidan

en un montón de perros apagados.

 
No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.

Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.

La madurez insigne de tu conocimiento.

Tu apetencia de muerte y el gusto de tu boca.

 
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.

Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,

un andaluz tan claro, tan rico de aventura.

Yo canto su elegancia con palabras que gimen

y recuerdo una brisa triste por los olivos.
 
Federico García Lorca
 

El paraíso perdido. Libro segundo (fragmento) John Milton

En un trono de excelsa majestad, muy superior
En esplendidez a todas las riquezas de Ormuz y de la India,
Y de las regiones en que el suntuoso Oriente
Vierte con opulenta mano sobre sus reyes
Bárbaros perlas y oro, encúmbrase Satán,
Exaltado por sus méritos a tan impía eminencia;
Y aunque la desesperación lo ha puesto en dignidad
Tal como no podía esperar, todavía ambiciona mayor altura;
Y tenaz en su inútil guerra contra los cielos
No escarmentado por el desastre,
Da rienda así a su altiva imaginación:
"¡Potestades y dominaciones, númenes celestiales!
Pues no hay abismo que pueda sujetar
En sus antros vigor tan inmortal como el nuestro,
Aunque oprimido y postrado
Ahora no doy por perdido el cielo.
Después de esta humillación, se levantarán
Las virtudes celestes más gloriosas y formidables que
Antes de su caída, y se asegurarán
Por sí mismas del temor de una segunda catástrofe.
Aunque la justicia de mi cerebro
Y las leyes constantes del cielo me designaron
Desde luego como vuestro caudillo,
Lo soy también por vuestra libre elección,
Y por los méritos que haya podido contraer
En el consejo o en el combate; de modo que nuestra pérdida
Se ha reparado, en gran parte al menos,
Dado que me coloca en un trono más seguro,
No envidiado y cedido con pleno consentimiento.
En el cielo el que más feliz es por su elevación
Y su dignidad, puede excitar la envidia
De un inferior cualquiera; pero aquí,
¿Quién ha de envidiar al que, ocupando el lugar más alto,
Se halla más expuesto, por ser vuestro antemural
A los tiros del Tonante, y condenado a sufrir
Lo más duro de estos tormentos interminables?
Donde no hay ningún bien que disputar,
No puede alzarse en guerra facción alguna,
Pues nadie reclamará, seguramente,
El bienestar del infierno; nadie tiene escasa participación
En la pena actual, para codiciar por espíritu de ambición,
Otra más grande. Con esta ventaja, pues,
Para nuestra unión, esta fe ciega e indisoluble concordia,
Que no se conocerán mayores en el cielo,
Venimos ya a reclamar nuestra antigua herencia,
Más seguros de triunfar que si nos
Lo asegurase el triunfo mismo.
Pero cuál sea el medio mejor,
Si la guerra abierta o la guerra oculta,
Ahora lo examinaremos; hable quien
Se sienta capaz de dar consejo."


John Milton

sábado, 2 de agosto de 2014

El carro de la vida - Alexandr Pushkin

Aunque a veces la carga es pesada,
el carro avanza ligero;
el intrépido cochero, el canoso tiempo,
no se baja del pescante.

Nos acomodamos por la mañana en el carro,
alegres de partirnos la cabeza,
y, despreciando el placer y la pereza,
gritamos: ¡Adelante!

A mediodía se ha esfumado ya el arrojo;
trastornados por la fatiga y aterrados
por las pendientes y los barrancos,
gritamos: ¡Más despacio, loco!

El carro sigue su marcha; ya a la tarde,
a su carrera acostumbrados, soñolientos,
buscamos posada para la noche,
mientras el tiempo azuza a los caballos.

Alexandr Pushkin

El paraíso perdido (fragmento) John Milton

La potestad suprema le arrojó de cabeza, envuelto en llamas,
Desde la bóveda etérea, repugnante y ardiendo,
Cayó en el abismo sin fondo de la perdición,
Para permanecer allí cargado de cadenas de diamante,
En el fuego que castiga; él, que había osado desafiar
Las armas del Todopoderoso, permaneció tendido
Y revolcándose en el abismo ardiente, junto con su banda infernal,
Nueve veces el espacio de tiempo que miden el día y la noche
Entre los mortales, conservando, no obstante, su inmortalidad.
Su sentencia, sin embargo, le tenía reservado mayor despecho,
Porque el doble pensamiento de la felicidad perdida y de un dolor perpetuo
Le atormentaba sin tregua.
Pasea en torno suyo sus ojos funestos, en que se pintan la consternación
Y un inmenso dolor, junto a su arraigado orgullo y a su odio inquebrantable.
De una sola ojeada y atravesando con su mirada un espacio tan lejano
Como es dado a la penetración de los ángeles, vio aquel lugar triste,
Devastado y sombrío; aquel antro horrible y cercado que ardía
Por todos lados como un gran horno.
Aquellas llamas no despedían luz alguna; pero las tinieblas visibles
Servían tan solo para descubrir cuadros de horror,
Regiones de pesares, oscuridad dolorosa, en donde la paz y el reposo
No pueden habitar jamás, en donde ni siquiera penetra la esperanza.


John Milton