Es en el lago de Sanabria
donde la luna,
al escuchar su propia voz
en el aullido del lobo,
se asoma desde el lado furtivo
que baña la inexorable oscuridad.
Con el bostezo vespertino, el sol pide paso
para mojar su cabello
en las aguas mansas del lago,
siempre y cuando se lo permitan
los sueños indultados
de esas mañanas frías
que nadan veladas en la fecundidad.
Al llegar finales de octubre,
coetáneo a la celebración de los magostos,
el otoño exfolia en las aguas del lago
una algazara de ocres,
esperando a ser reemplazado
por el vuelo de millones de pasquines
cuya única vocación es adueñarse
de un territorio que abarca
hasta donde alcance la vista.
Muy a su pesar, no será por mucho tiempo;
todos los imperios sucumben
siendo aún imberbes, asfixiados
por su ególatra decrepitud.
Mientras tanto, instaurado el invierno,
con los pueblos de la comarca
fumando columnas de silencio,
el ramo leonés unirá en sus cintas
una amalgama de ofrendas,
los excesos y mesuras del año
que fenece tras la ingesta de 12 uvas
con la algarabía
por el estreno del año nuevo.
Mientras tanto, el castillo de La Puebla
dejará crecer sus canas.
Antes de que nos demos cuenta,
volverá la primavera y su explosión de colores,
las hojas en los árboles,
y tras ellas, "a decorar el maiu",
el estío, la siega
encaramándose a los fitos,
los párpados del sol cerrándose en el lago,
al caer la tarde.
Y como es costumbre, antes de darnos cuenta,
volverán a hacerse más cortos los días, volverá la lluvia,
y tras ella, la berrea,
los cielos desangrándose con el crepúsculo.
Juan Carlos García Hoyuelos
* poema recogido en el libro inédito "Identidá"