Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de
Educación, Cultura y Deporte, Señor Rector de la Universidad de Alcalá, Señora
Presidenta de la Comunidad de Madrid, Señor Alcalde de esta ciudad, autoridades
estatales, autonómicas, locales y académicas, querida esposa–oíslo-e hijos,
queridos parientes y amigos que me acompañan, queridos todos, Señoras y
Señores:
La del alba sería, cuando
timbró el teléfono de mi casa y yo pensé que si no era una tragedia la que me
iban a anunciar, sería la malobra de un rufián que deseaba perturbar mis buenas
relaciones con Morfeo, o quizás el mago Frestón. Pero no fue así, por ventura:
era mi hija Paulina quien desde Los Cabos, Baja California, me anunciaba
haberse enterado que me habían otorgado este premio, lo cual colmome de dicha
pese a que desde ese instante las múltiples llamadas telefónicas que recibí por
parte de amigos, parientes y periodistas, incluyendo los de España, para
ratificar la gran nueva, no me dejaron volver a pegar el ojo. Yo, ni tardo ni
perezoso acometí de inmediato la empresa de despertar a cuanto amigo y pariente
tengo para informarles lo que me habían comunicado.
En marzo del año pasado, cuando tuve el honor de recibir en
la ciudad mexicana de Mérida el Premio José Emilio Pacheco a la Excelencia
Literaria, hice un discurso que causó cierto revuelo. Sé muy bien que esas
palabras despertaron una gran expectativa en lo que se refiere a las palabras
que hoy pronuncio en España. Las cosas no han cambiado en México sino para
empeorar, continúan los atracos, las extorsiones, los secuestros, las
desapariciones, los feminicidios, la discriminación, lo abusos de poder, la
corrupción, la impunidad y el cinismo.
Criticar a mi país en un país extranjero
me da vergüenza. Pues bien, me trago esa vergüenza y aprovecho este foro
internacional para denunciar a los cuatro vientos la aprobación en el Estado de
México de la bautizada como Ley Atenco, una ley opresora que habilita a la
policía a apresar e incluso a disparar en manifestaciones y reuniones públicas
a quienes atenten, según su criterio, contra la seguridad, el orden público, la
integridad, la vida y los bienes, tanto públicos como de las personas. Subrayo:
es a criterio de la autoridad, no necesariamente presente, que se permite tal
medida extrema. Esto pareciera tan solo el principio de un estado totalitario
que no podemos permitir. No denunciarlo, eso sí que me daría aún más vergüenza.
Quizá debí haber comenzado este discurso de otra forma y
decirles que yo nací en el ámbito de la lengua castellana el 1º de abril de
1935 en la ciudad de México. “Felicidades señora, es un niño”, dicen que dijo
el médico que estaba exhausto de maniobrar una y otra vez con los fórceps,
antes de ponerme no de patitas sino de orejitas en el mundo y quién al ver por primera
vez mis entonces diminutos órganos reproductores, coligió con gran perspicacia
que yo era un varón, rollizo no, pero tampoco escuálido: yo no quería nacer y a
veces todavía pienso que no quiero nacer.
Me cuentan que lloré un poco
y ¡Oh, maravilla! lloré en castellano: y es que desde hace 81 años y 22 días,
cuando lloro, lloro en castellano; cuando me río, incluso a carcajadas, me río
en castellano y cuando bostezo, toso y estornudo, bostezo, toso y estornudo en
castellano. Eso no es todo: también hablo, leo y escribo en castellano.
Pancho y Ramona, el Príncipe
Valiente, Lorenzo y Pepita, Tarzán y Mandrake, fueron mis primeros personajes
favoritos, y yo no podía esperar a que mi padre despertara para que me leyera
las historietas dominicales a colores, de modo que me di priesa en aprender a
leer en lapre-primariaen la que me inscribieron mis padres, dirigida por dos
señoritas que no eran monjas pero sí muy católicas y tan malandrines que me
daban con grandes bríos y denuedo reglazos en la mano izquierda–yosoy zurdo-
cuando intentaba escribir con ella, sin obtener su objetivo: no soy ambidextro,
soy ambisiniestro. Más tarde mi mano izquierda se dedicó a dibujar y fue así
como se vengó de la derecha. Pero aprendí a leer con los dos ojos, y con los
dos ojos y entre los rugidos de los leones me las vi con don Quijote de La
Mancha. En efecto, un hermano de mi padre que tenía una gran biblioteca
virgen–nadiela leía: compraba los libros pormetro-,me invitó a pasar quince
días en su casa, muy cercana al zoológico, desde donde se escuchaban a
distintas horas del día los estentóreos rugidos de los leones y yo me dije:
¿leoncitos a mí? y me zambullí en la literatura de los clásicos castellanos:
desde entonces estoy familiarizado con todos ellos: Tirso de Molina, Lope de
Vega, Garcilaso, Góngora, el Arcipreste de Hita, Quevedo, Baltasar Gracián y
varios otros. Fue allí también, en la casa de mi tío donde me enfrenté con Don
Quijote en desigual y descomunal batalla: él, las más de las veces jinete en
Rocinante o a horcajadas en Clavileño y yo, en miserable situación pedestre. No
obstante mi Señor y Sancho Panza estaban ilustrados por Gustave Doré y eso me
sirvió de báculo. Salí de su
lectura muy enriquecido y muy contento de haber aprendido que la literatura y
el humor podían hacer buenas migas. De esto colegí que también los discursos y
el humor podían llevarse.
De ahí continué leyendo,
apasionado, a numerosos y muy buenos escritores españoles. Antonio Montaña
Nariño, un escritor colombiano ya fallecido, entró a la agencia de publicidad
donde yo trabajaba y me presentó a su amigo, elhispano-mexicanoJosé de la
Colina. Pronto ellos se transformaron en mis primeros mentores literarios y me
dieron a conocer a Benito Pérez Galdós, Ramón Menéndez Pidal, Ramón Gómez de la
Serna, Ramón María del Valle Inclán, Antonio y Manuel Machado, Rafael Alberti y
otros autores que me hicieron enamorarme profundamente de la lengua. En aquél
entonces yo me regocijaba mucho leyendo a estilistas como Gabriel Miró. Antonio
y José me dieron también a conocer a Joyce, Faulkner, Dos Passos, Erskine
Caldwell, Julien Green, Marcel Schwob y otros muchos grandes autores de las
literaturas anglosajona y francesa.
También desde luego a
excelentes escritores españoles como Rafael Sánchez Ferlosio, Juan José Armas
Marcelo, Juan Marsé, los hermanos Goytisolo, Fernando Savater, Camilo José
Cela, Javier Marías, Arturo Pérez- Reverte y a quién detonó toda mi vocación
literaria: el poeta Miguel Hernández, autor de El rayo que no cesa.
Recuerdo que hace algunos años
en una universidad francesa, cuando comencé a dar una lista de los escritores
que según yo me habían influido, una persona del público señaló que yo no había
mencionado a ningún escritor español y me dijo que cómo era posible. Yo le
contesté: los españoles no me han influido, a los españoles los traigo en la
sangre, y agregué a la enumeración aquellos latinoamericanos que son parte de
mis lecturas más importantes y por lo tanto de mi vida como Borges, Onetti,
Carpentier, Lezama Lima, Cortázar, Asturias, Vargas Llosa, García Márquez,
Neruda, Huidobro, Gallegos, Guimarães Rosa y César Vallejo y entre los
mexicanos Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Mariano Azuela, Martín Luis
Guzmán, sin olvidar a Fernández de Lizardi y a nuestra amada monja Sor Juana Inés
de la Cruz.
Los maravillosos sonetos de
Miguel Hernández me motivaron a escribir Sonetos de lo diario, publicados por Juan José Arreola en “Cuadernos del Unicornio” en 1958.
Pero en realidad mi primera incursión en el mundo castellano tuvo lugar cuando
era yo muy peque: “Nano Papo quiee cuca pan quiquía”, que mi madre interpretaba
fielmente: “Nano Papo” era: “Fernando del Paso”, “quiee cuca pan quiquía”
quería decir “quiere azúcar pan y mantequilla”. Algunas tías malhumoradas,
pronosticaron que yo no iba a dar pie con bola con el lenguaje. Se equivocaron
de palmo a palmo.
Poco después, al parecer insatisfecho con el eufemismo
familiar que se le asignaba a los glúteos, los llamé “las guinguingas” y pronto
este neologismo fue adoptado por toda la familia. La publicación de los Sonetos
me sirvió para conocer a Arreola y a Juan Rulfo, quien sabía todo lo que había
que saber sobre novela mexicana, española, rusa, inglesa, italiana, alemana, y,
en fin, sobre novela mundial.
Comencé entonces a escribir José Trigo, un libro reflejo de mi obsesión por el lenguaje, mi
fascinación por la mitología náhuatl y que obedecía a tantos otros propósitos,
que lo transformaron casi en un despropósito. Pero ahí está, tan campante, a
sus 50 años de edad: fue publicado en 1966. Seguí después con Palinuro de México,
una especie de autobiografía inventada, una recreación literaria de mi vida
como niño y adolescente,
conjugada en varios tiempos verbales: lo que fui, lo que yo creí que era, lo
que no fui, lo que hubiera sido, lo que sería, etc. Y después vinoNoticias del Imperio, la novela sobre los emperadores Maximiliano y
Carlota en la que me propuse darle a la documentación el papel de la tortuga y
a la imaginación el de Aquiles. Desde muy peque el melodrama de estos dos
personajes, el saber que habíamos tenido en México un emperador austriaco de
largas barbas rubias al que fusilamos en la ciudad de Querétaro y una
emperatriz belga que vivió, loca, hasta 1927, cuando Lindbergh cruzó el
Atlántico en avión, me había fascinado. Por supuesto, en cuanto ganó Aquiles la
novela quedó terminada. He escrito también libros de poesía, libros para niños
y dos obras de teatro.
Una de ellas que he soñado que algún día se represente o
se lleve a escena en este país: La muerte se va a Granada, sobre el asesinato de Federico García Lorca.
Toda mi vida ha continuado la
riña entre mi mano izquierda y mi mano derecha. Ninguna de las dos ha triunfado
y esto ha significado para mí un conflicto muy profundo. Sin embargo mi mano
derecha se ha impuesto, no sé si soy escritor, pero sé que no soy pintor, nunca
he dejado de escribir para dibujar y siempre he dejado de dibujar para
escribir.
Sin embargo la lucha más
prolongada que he sostenido en la vida ha sido contra mi propia salud.
Desde
que era muy peque y me operaron de algo que se llama “adenoides” hasta el
momento actual, en que supero las secuelas, largas y dolorosas, de dos series
de infartos al cerebro de carácter isquémico, he estado cuando menos quince
veces en el quirófano: por una apendicitis, por dos hernias, dos tumores
benignos, un desgarre en el corazón, un stent en la arteria femoral superficial de la pierna
derecha, otro en la arteria coronaria izquierda, dos oclusiones intestinales y
entre otras cosas dos operaciones de las que llaman “a corazón abierto”. Además
de recurrentes ataques de gota y una fractura del tobillo derecho. Tan mal he
estado en los últimos tiempos que cuando alguien me vio me dijo: “pero hombre,
¿así va usted a ir a España?” y yo le contesté: “yo a España voy así sea en
camilla de propulsión a chorro o en avión de ruedas”.
¿Dije antes que "todavía
pienso que no quiero nacer"? ¡Pamplinas! Fue una bravuconada. La vida ha
sido bastante cuata conmigo. Quise escribir y escribí. Nunca escribí para ganar
premios, pero ya ven ustedes, aquí estoy. Quise casarme con Socorro y me casé
con ella. Quisimos tener hijos y tuvimos hijos. Quisimos tener nietos y tuvimos
nietos. Y desde hace unos dos años tenemos una bisnieta: Cora Kate McDougal del
Paso. Espero que algún día sus padres le recuerden que su bisabuelo le deseó
que ella agradezca haber venido al mundo a compartir la vida con todos
nosotros, aunque no sé en que lengua lo hará, puesto que nació en la tierra de
James Joyce, Irlanda, y parece destinada a vivir en ese país.
También desde
aquí le mando mil besos a nuestra otra casi bisnieta, Ximena, a quien le digo
casi bisnieta porque es la nieta de un casi nuestro hijo, Arturo. Hay más, les
voy a contar una historia. Seré breve, es la misma historia que conté en la
Caja de las Letras: Hace mucho tiempo el joven poeta mexicano tabasqueño, José
Carlos Becerra, obtuvo una beca Guggenheim y con ella se fue a Londres con el
propósito de comprar un automóvil con el cual recorrer toda Europa. Una
madrugada, camino a Bríndisi, en Italia, no se sabe qué sucedió: tal vez se
quedó dormido al volante, el caso es que se desbarrancó y se mató. Yo llegué
también con mi beca Guggenheim a Londres pocos meses después y me alojé en la
casa del mismo amigo mutuo, Alberto Díaz Lastra, en donde él se había alojado.
Allí, José Carlos olvidó una camisa que yo heredé. Desde entonces, cada vez que
yo sentía pereza de escribir, desánimo o escepticismo, me ponía la camisa y
comenzaba a trabajar. Consideré que yo tenía un deber hacia aquellos artistas,
hombres y mujeres, cuya muerte prematura les impidió decir lo que tenían que
decir. Por eso esa camisa tiene tanta importancia en mi vida.
Depositarla en la
Caja de las Letras no significa que no vuelva yo a escribir: la magnificencia e
importancia del Premio de Literatura Española Cervantes, me obliga moralmente a
hacerlo y así lo haré: me pondré la camisa, así sea metafóricamente, una y otra
vez, hasta que se acabe (no la camisa sino mi vida).
Pero no vine aquí para contar
mi vida y mis obras, ni para comentar mis penas. Tampoco a hablar de las
guinguingas de nadie, ni siquiera de las de Don Quijote, aturdidas y
compungidas como debieron estar, tras tantas tan tremendas tundas que le
propinaron durante su azarosa profesión caballeril. Vine y estoy aquí hoy, 23
de abril de 2016, en el que se conmemora el aniversario número 400 de la muerte
de Miguel de Cervantes Saavedra, discurso en ristre y con los colores de España
en el pecho, muy cerca del corazón, para agradecer: a sus majestades los Reyes
de España Felipe VI y doña Letizia, por su muy generosa hospitalidad; por su
hospitalidad también a la ciudad de Alcalá de Henares, a su Alcalde, y al
Rector de esta Universidad; al Ministerio de Educación, Cultura y Deporte así
como al Instituto Cervantes; al jurado del Premio Cervantes por su decisión,
riesgosa diría yo, en la medida en que juzgó como tal a mi literatura.
Agradezco también a mis amigos y familiares presentes, a oíslo Socorro y a mis
hijos: Fernando que descanse en paz, a Alejandro, Adriana y Paulina el gran apoyo
que me han dado toda la vida. Socorro: perdóname si alguna vez te hice daño: te
pido perdón en público. Asimismo y profundamente a la Providencia, a la casualidad o a la causalidad el haberme hecho
súbdito de la lengua castellana, a mi país México y a mis padres por haberme
dado este lenguaje y sobre todo, gracias a ti, España, mil gracias.
Por cierto, también sueño en español.
Vale.
Fernando del Paso
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