Hay muchas cosas que a mí no me gustan en mi país, claro que sí. Lo digo alto y claro
siempre que puedo. Pero he vivido en un país mucho más pobre y en un país
sometido a una dictadura y sé cuál es la diferencia. Y sé que en estos momentos
o buscamos por una vez defender entre todos lo mejor o vamos a hundirnos todos
juntos. Llevamos treinta y tantos años cultivando diferencias, haciéndolas
irreconciliables, inventándolas cuando no existían, echando sal en las heridas,
prefiriendo la discordia, poniendo la tribu por encima de la ciudadanía. Y al
mismo tiempo disfrutando de las libertades y los servicios de una sociedad
avanzada. Tenemos casi seis millones de parados y una depresión atroz y
seguimos negándonos a abrir los ojos, a encontrar cosas en común, a distinguir
lo necesario de lo superfluo, a decidir razonablemente a qué cosas habrá que
renunciar para salvar las imprescindibles. La energía necesaria para encontrar
soluciones prácticas la seguimos dedicando, alentados por la chusma política, a
buscar chivos expiatorios, a repetir eslóganes antes que a elaborar argumentos,
a afirmarnos ferozmente mediante la negación de lo que creemos que no somos,
que casi siempre es una parte de lo que somos.
Sucedió algo parecido en otra de las crisis pasadas, la más grave de todas, la del principio de la guerra civil. Los militares, los terratenientes y la iglesia católica se levantaron contra la República y cada una de las fuerzas que hubiera debido defenderla consideró que había llegado la ocasión de aprovechar el desastre para cumplir sus fines particulares: los anarquistas el paraíso anarquista, los socialistas de Largo Caballero el gobierno de Largo Caballero, los catalanistas la independencia de Cataluña, los nacionalistas vascos la independencia de Euskadi, etc. Esa República por la que ahora parece existir tanta nostalgia no tuvo a nadie o a casi nadie que la defendiera. Manuel Azaña, Juan Negrín, Indalecio Prieto, que creían en ella, se encontraron trágicamente solos. El resultado fue una guerra espantosa y casi cuarenta años de tiranía.
Demasiada gente está sufriendo ya para que sigamos sin tomarnos en serio la posibilidad de
la ruina, la necesidad angustiosa de poner los cinco sentidos en lograr que las
cosas puedan ser algo mejores para todos. Lo que suele venir cuando se hunde
una democracia imperfecta no es una democracia perfecta ni un paraíso sino una
calamidad seguida de una dictadura. Así que habrá formas más fértiles de
heroísmo o de rebeldía que abuchear un himno en un partido de fútbol.Sucedió algo parecido en otra de las crisis pasadas, la más grave de todas, la del principio de la guerra civil. Los militares, los terratenientes y la iglesia católica se levantaron contra la República y cada una de las fuerzas que hubiera debido defenderla consideró que había llegado la ocasión de aprovechar el desastre para cumplir sus fines particulares: los anarquistas el paraíso anarquista, los socialistas de Largo Caballero el gobierno de Largo Caballero, los catalanistas la independencia de Cataluña, los nacionalistas vascos la independencia de Euskadi, etc. Esa República por la que ahora parece existir tanta nostalgia no tuvo a nadie o a casi nadie que la defendiera. Manuel Azaña, Juan Negrín, Indalecio Prieto, que creían en ella, se encontraron trágicamente solos. El resultado fue una guerra espantosa y casi cuarenta años de tiranía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu opinión es importante.