Por un azar de la vida me encontré
en la Expo de Sevilla en 1992 la noche de su clausura: en una terraza de no sé
qué pabellón, entre una multitud de políticos y prebostes de diversa índole que
comían gratis jamón de pata negra mientras estallaban en el horizonte los
fuegos artificiales de la clausura. Era un símbolo tan demasiado evidente que
ni siquiera servía para hacer literatura. Era la época de los grandes
acontecimientos y no de los pequeños logros diarios, del despliegue obsceno de
lujo y no de administración austera y rigurosa, de entusiasmo obligatorio.
Llevar la contraria te convertía en algo peor que un reaccionario: en un
malasombra. En esos años yo escribía una columna semanal en El País de
Andalucía, cuando lo dirigía mi querida Soledad Gallego, a quien tuve la
alegría grande de encontrar en Buenos Aires la semana pasada. Escribía
denunciando el folklorismo obligatorio, el narcisismo de la identidad, el
abandono de la enseñanza pública, el disparate de un televisión pagada con el
dinero de todos en la que aparecían con frecuencia adivinos y brujas, la manía
de los grandes gestos, las inauguraciones, las conmemoraciones, el despilfarro
en lo superfluo y la mezquindad en lo necesario. Recuerdo un artículo en el que
ironizaba sobre un curso de espíritu rociero para maestros que organizó ese año
la Junta de Andalucía: hubo quien escribió al periódico llamándome traidor a mi
tierra; hubo una carta colectiva de no sé cuantos ofendidos por mi artículo,
entre ellos, por cierto, un obispo. Recuerdo un concejal que me acusaba de
“criminalizar a los jóvenes” por sugerir que tal vez el fomento del alcoholismo
colectivo no debiera estar entre las prioridades de una institución pública,
después de una fiesta de la Cruz en Granada que duró más de una semana y que
dejó media ciudad anegada en basuras.
El orgullo vacuo del ser ha dejado en segundo plano la
dificultad y la satisfacción del hacer. Es algo que viene de antiguo,
concretamente de la época de la Contrarreforma, cuando lo importante en la
España inquisitorial consistía en mostrar que se era algo, a machamartillo, sin
mezcla, sin sombra de duda; mostrar, sobre todo, que no se era: que no
se era judío, o morisco, o hereje. Que esa obcecación en la pureza de sangre
convertida en identidad colectiva haya sido la base de una gran parte de los
discursos políticos ha sido para mí una de las grandes sorpresas de la
democracia en España. Ser andaluz, ser vasco, ser canario, ser de donde sea,
ser lo que sea, de nacimiento, para siempre, sin fisuras: ser de izquierdas,
ser de derechas, ser católico, ser del Madrid, ser gay, ser de la cofradía de
la Macarena, ser machote, ser joven. La omnipresencia del ser cortocircuita de
antemano cualquier debate: me critican no porque soy corrupto, sino porque soy
valenciano; si dices algo en contra de mí no es porque tengas argumentos, sino
porque eres de izquierdas, o porque eres de derechas, o porque eres de fuera;
quien denuncia el maltrato de un animal en una fiesta bárbara está ofendiendo a
los extremeños, o a los de Zamora, o de donde sea; si te parece mal que el
gobierno de Galicia gaste no sé cuántos miles de millones de euros en un
edificio faraónico es que eres un rojo; si te escandalizas de que España gaste
más de 20 millones de euros en la célebre cúpula de Barceló en Ginebra es que
eres de derechas, o que estás en contra del arte moderno; si te alarman los
informes reiterados sobre el fracaso escolar en España es que tienes nostalgia
de la educación franquista.
He visto a alcaldes y a
autoridades autonómicas españolas de todos los colores tirar cantidades
inmensas de dinero público viniendo a Nueva York en presuntos viajes
promocionales que solo tienen eco en los informativos de sus comarcas,
municipios o comunidades respectivas, ya que en el séquito suelen o solían venir
periodistas, jefes de prensa, hasta sindicalistas. Los he visto alquilar uno de
los salones más caros del Waldorf Astoria para “presentar” un premio de poesía.
Presentar no se sabe a quién, porque entre el público solo estaban ellos, sus
familiares más próximos y unos cuantos españoles de los que viven aquí. Cuando
era director del Cervantes el jefe de protocolo de un jerarca autonómico me
llamó para exigirme que saliera a recibir a su señoría a la puerta del edificio
cuando él llegara en el coche oficial. Preferí esperarlo en el patio, que se
estaba más fresco. Entró rodeado por un séquito que atascaba los pasillos del
centro y cuando yo empezaba a explicarle algo tuvo a bien ponerse a hablar por
el móvil y dejarnos a todos, al séquito y a mí, esperando durante varios
minutos. “Era Plácido”, dijo, “que viene a sumarse a nuestro proyecto”. El
proyecto en cuestión calculo que tardará un siglo en terminar de pagarse.
Lo
que yo me preguntaba, y lo que preguntaba cada vez que veía a un economista,
era cómo un país de mediana importancia podía permitirse tantos lujos. Y me
preguntaba y me pregunto por qué la ciudadanía ha aceptado con tanta
indiferencia tantos abusos, durante tanto tiempo. Por eso creo que el despertar
forzoso al que parece que al fin estamos llegando ha de tener una parte de
rebeldía práctica y otra de autocrítica. Rebeldía práctica para ponernos de
acuerdo en hacer juntos un cierto número de cosas y no solo para enfatizar lo
que ya somos, o lo que nos han dicho o imaginamos que somos: que haya listas
abiertas y limitación de mandatos, que la administración sea austera,
profesional y transparente, que se prescinda de lo superfluo para salvar lo
imprescindible en los tiempos que vienen, que se debata con claridad el modelo
educativo y el modelo productivo que nuestro país necesita para ser viable y
para ser justo, que las mejoras graduales y en profundidad surgidas del
consenso democrático estén siempre por encima de los gestos enfáticos, de los
centenarios y los monumentos firmados por vedettes internacionales de la
arquitectura.
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