martes, 23 de abril de 2013

Temporada de cerezas


"Cuando nosotros alabemos la estación de las cerezas,

los risueños ruiseñores y los mirlos bromistas

estarán todos de fiesta.

Las cabezas de las mujeres bellas bullirán enloquecidas

y los amantes sentirán cómo le arde el corazón.

Cuando loemos el tiempo de las cerezas

el mirlo silbará su mejor melodía.

Pero es muy breve el tiempo de las cerezas

cuando uno va soñando con coger dos

para pendientes de la oreja de la amada,

dos cerezas con trajes iguales de amor

colgando bajo la hoja como gotas de sangre.

Empero que corto es el tiempo de las cerezas,

pendientes de coral que se cogen soñando.

Cuando vosotros estéis en la temporada de las cerezas

si os sobrecogen las tristezas de amor

¡soslayad a las mujeres hermosas!

Yo, que no me asusto de las penas brutales,

no permaneceré un día más sin penar.

Porque, no lo dudéis, aunque estéis en el tiempo de las cerezas,

también sufriréis tristezas de amor.

Yo siempre amaré el tiempo de las cerezas.

Desde aquella época, conservo en el corazón

una herida abierta.

Y aunque se me ofrezca la Señora Fortuna,

no lograré apaciguar nunca jamás mi dolor.

Yo siempre amaré toda mi vida la temporada de las cerezas

y el recuerdo que escondo en el corazón."

[Jean-Baptiste Clement]

FRACIA .- Ley del matrimonio entre personas del mismo sexso

La ley de matrimonio entre personas del mismo sexo ha llevado a Francia a enseñar todas las vergüenzas de aquellos cuyas pasiones están a la altura de su propia incultura. Una Francia que sueña con el progreso pero que aún conserva una parte de las miserias de su propia historia.

 Cuando la ministra de Justicia, Christine Taubira, natural de la Guyana, defendió la ley en la Asamblea Nacional de Francia, no pudo por menos que leer unas estrofas de la bella canción, el poema evocador, Tiempo de cerezas.
Mientras… algunos diputados movían los labios recordando aquella vieja melodía que Jean-Baptiste Clement redactó en honor a una enfermera de la Comuna de París abatida por los policías realistas el último día que estuvo en pie aquel movimiento.

Pero, a la vez que Taubira musitaba aquellas estrofas, los obispos de negro y los gorros frigios, le rouge et le noir, llenaban las calles de París. La llegada del diablo exigía que los sectores más reaccionarios pudieran, debieran, dicen, defender a Francia de la barbarie.

La Unión por un Movimiento Popular, la derecha francesa, convocaba manifestaciones tratando de degradar la propuesta y, entre los unos y los otros, se les acabó yendo de las manos una situación que nunca debieran haber provocado.

Las palizas a homosexuales, las agresiones, las detenciones, han sacado de Francia lo peor de aquel recuerdo de Carlos X o de Luis XVIII. La violencia conservadora, la reacción premeditada, la ignorancia, la incultura, sin embargo, no podrán con la República, con los socialistas, con todos nosotros.

Ni siquiera el político conservador, Phillipe Cochet, tan vociferante como irascible, quien inopinadamente acusaba a los socialistas de “asesinar a los niños de Francia”. Qué horror que la tierra de la libertad vea tomadas sus calles por la basura.

Los diputados, mientras hablaba la ministra, musitaban el poema: “cuando estéis en el tiempo de cerezas, vosotros también penaréis el amor”. El recuerdo de la Comuna, la historia de Francia, repetida.

Cuando las revoluciones se agoten, cuando sean sofocadas, cuando se conviertan en recuerdo y se agolpen entre otras injusticias en el baúl de la desmemoria, volverán más temprano que tarde a revolverse frente a la sinrazón. Siempre hay alguien que sueña con borrar las injusticias y la reacción, aunque dure muy poco su llegada, año tras año, tarde o temprano aparece… el tiempo de las cerezas. 
 

Aspiración a la alegría


En mi aposento, asaltado a veces

por el hosco lebrel

de la esperanza, palpando

entre mis manos su vaho turbador,

juzgo ahora

mi propia aspiración a la alegría.

 
¿Podrá existir (digo en la noche)

una palabra, la única

sobreviviente, donde pueda

almacenar mis sueños, defenderlos

de toda vanidad, irlos

purificando en mi interior

tiranía callada, reagruparlos

en una misma fuente igualatoria?

 
Pero estoy solo frente

al llamamiento del mundo: amo

su fundación, vigilo

sus mudanzas, trabajo cada día

en las contestaciones

de mi propia experiencia, junto

mi vida en  un papel.

                                  Y las palabras,

al borde de ser dichas, próximas

ya a mi sueño, pretenden

suplantarme: soy el azar

que se traduce en vano. (Nadie

puede ser el espejo de sí mismo.)

 
Feliz aquel que nunca

puso nombre a su vida.

 
[Jose Manuel Caballero Bonald]

DISCURSO DE JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD

CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 2012

 (Sólo es válida la palabra pronunciada)

Debo empezar reiterando lo más obvio: que el premio Cervantes me ha deparado la mayor satisfacción recibida en mi ya dilatado trayecto humano y literario. Se trata por supuesto de un motivo de orgullo muy especial y de un honor que va a acompañarme cada día, como un estímulo inagotable, en este ya sobrepasado arrabal de senectud. Tengo que hacerme merecedor de este reconocimiento magnánimo –me he repetido muchas veces-, como convenciéndome de que debía esmerarme para que mi trabajo literario alcanzara una suficiente validez. Sólo así iba a poder equilibrarse lo mucho que recibo con lo poco que ofrezco.

Deseo que mi gratitud se reparta efusivamente entre cada uno de los miembros del jurado y entre quienes han hecho posible que yo esté hoy aquí, conmovido y abrumado, recibiendo el premio mayor de nuestras letras. Pienso en algunos poetas y novelistas que me han precedido en este trance -Antonio Gamoneda, José Emilio Pacheco, Juan Marsé, Ana María Matute, Juan Gelman-, que son también amigos queridos y autores predilectos, y pienso en otros compañeros fraternales -José Ángel Valente, Carlos Barral, Ángel González, Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo- a quienes la muerte cercenó la posibilidad de recibir los honores que yo recibo ahora. “Falta la vida, asiste lo vivido”, dijo Quevedo en un soneto eminente. Y eso es lo que me repito mientras recurro a esta evocación justiciera. Y mientras procuro sobrellevar la turbadora experiencia de hablar en una cátedra de la que irradió el magisterio del humanismo español, y desde la que se instruyó a algunos de los grandes ingenios de los siglos de oro.

El premio Cervantes viene a activar un vínculo siempre latente con nuestro primer y universal novelista, a quien me tienta aplicar el mismo encomio que dedicó Rubén Darío a Verlaine: “padre y maestro mágico”. No se me oculta que hablar de la significación de este premio dispone de ciertos desvíos retóricos difícilmente evitables. Pero prefiero, en este caso, la retórica a la mesura. He pensado mucho en las palabras que debía utilizar a este respecto. Y me he preguntado una y otra vez qué es lo que verdaderamente le debo a Cervantes, cuánto he aprendido de él para que, en virtud de este premio, se hayan asociado su ejemplo y mi devoción. Y sólo he encontrado respuestas deficientes.

Si las cuentas no me fallan, hace ahora justamente dos tercios de siglo que empecé a adiestrarme en el oficio de escritor, por lo que quizá merezca -eso sí- un premio a la constancia. Ya apenas si puedo evocar aquellas primeras sensaciones, tan remotas y difusas, de mi noviciado literario. Pero algo permanece imborrable: la certeza de que me hice escritor porque antes había leído a escritores que me abrieron una puerta, enriquecieron mi sensibilidad, me incitaron a usar la misma herramienta que ellos para interpretar la vida, para aprender a descifrarla. Sin esa enseñanza previa, nada habría sido lo mismo, claro. Tampoco yo estaría aquí ahora. Soy consciente de que mi biografía literaria depende tanto de los libros que he escrito como de los que he leído. Todos ellos constituyen como una especie de espejo múltiple donde me veo frecuentemente reflejado, y en todos ellos se alojan no pocos de mis descubrimientos de la vida precisamente porque también en esos libros descubrí otras vidas, experimenté la sensación de que algo había allí que me ofrecía la posibilidad de compartir un mundo ignorado y excitante.

 Es posible que encontrara en aquellas lecturas algo parecido a una contrapartida, una compensación frente a la falta de asideros o los desconciertos de la edad. ¿Quién duda que leer es reconocernos en los otros, desentrañar lo que somos, recuperar lo que hemos vivido, incluso lo que no hemos vivido, resarciéndonos de nuestras propias carencias? Recuérdese que todos aquellos que se han valido de la opresión (desde los terrores inquisitoriales a los de cualquier censura dictatorial) para programar el mantenimiento de sus poderes, han coartado la libre circulación de las ideas. Los enemigos históricos de la libertad han recurrido desde siempre a una suprema barbarie: la hoguera. O quemaban herejes o quemaban libros. En lasficciones futuristas de un mundo amorfo, despersonalizado, regido por computadoras, la quema de libros representa algo más que un mandamiento atroz: es una metáfora de la esclavitud. Bien sabemos que destruir, prohibir ciertas lecturas ha supuesto siempre prohibir, destruir ciertas libertades. Quien no leía, tampoco almacenaba conocimientos. Y quien no almacenaba conocimientos era apto para la sumisión. De lo que fácilmente se deduce que conocimiento y libertad vienen a ser nutrientes complementarios de toda aspiración a ser más plenamente humanos.

 Pienso que tal vez pueda permitirme una modesta jactancia en este sentido. Quiero decir que esa alianza que el escritor mantiene con sus primeras lecturas, con las fuentes literarias de su historia personal, tiene en mi caso -o yo deseo que tenga un preámbulo inolvidable. Estoy refiriéndome a la inmediata posguerra, cuando se cimentaba el infortunio histórico del franquismo y cundían por el país muy variadas formas de desolación. Siempre me he hecho una pregunta obstinada: ¿empezaba yo a indemnizarme con la lectura de lo que me negaba aquel tiempo desdichado, pretendía remediar con el placer de un libro los sinsabores y privaciones de la historia? No creo que fuera consciente de nada de eso, claro. Pero puedo aventurar algunas pistas. Tengo muy presente, por ejemplo, que en el colegio de los Marianistas de Jerez, cuando yo cursaba el cuarto o quinto curso de Bachillerato, tuve un profesor de literatura, culto y afectuoso, que me facilitó una especie de florilegio hecho por él de las más llamativas aventuras de don Quijote. Quizá tardara en empezar a leerlas, quizá no había superado todavía esa prevención ante lo que se supone árido o dificultoso, pero cuando lo hice libremente algo inesperado se filtró en mi capacidad receptiva. No fue ninguna lección prematura, fue simplemente una conmoción insospechada.

Aún puedo revivir las emociones que me transferían esas precisas andanzas de don Quijote. No conservo el recuerdo sino el sedimento del recuerdo, la constancia placentera de haber descubierto un mundo fascinante, de haber roto un sello, abierto una ventana por la que podía asomarme a una nueva experiencia de lector, es decir, a una nueva enseñanza de la vida. Quiero recordar que medio entendí entonces que un libro te habla, pero también te escucha, que el hecho de elegir un libro y compartir con él una misma aventura también supone un ejercicio de libertad. Tal vez pudo ser ese el punto de partida de mis iniciales tentativas literarias, tal vez se inició en aquel ya distante tramo biográfico una vaga atracción sensible por el cultivo de la poesía. Aunque lo más seguro es que todo eso no sea sino una conjetura que me planteo al cabo del tiempo, cuando admitir su veracidad tiene ya mucho de licencia poética. Entre las reflexiones que pone Cervantes en boca de don Quijote, destaca con singular notoriedad la defensa que hace de la poesía ante don Diego de Miranda, afirmando que “engloba todas las demás ciencias” (un juicio, por cierto, que vuelve a esgrimir el licenciado Vidriera –lo supe más tarde- con las mismas palabras. Por ahí empezaría yo a vislumbrar, me imagino, el sentido esencial de la poesía, esa germinación secreta que se propaga a lo largo de toda la prosa inmarchitable del Quijote. Como decía otro alcalaíno ilustre, Manuel Azaña, en esa prosa de poeta se estabiliza “la corriente maravillosa que Cervantes introduce en lo real para descomponerlo”. Cierto. Creo que ahí está expresada una de las más palmarias claves poéticas de la novela, ese paradigma creador que hizo las veces de anticipo fundacional de todas las posteriores literaturas. ¿Supe todo eso cuando compartí por primera vez las andanzas de don Quijote o no fue sino una intuición, un sentimiento anticipatorio que permaneció latente en mi conciencia hasta años después? Tampoco me importa mucho aclararlo. Me basta con la presunción de que algo así tuvo que ocurrir. Insisto en que, visto a una distancia ya tan excesiva, no tengo otra elección que creerme a mí mismo.

 Cervantes fue casi siempre un hombre de mala ventura y un poeta por lo común desdeñado. Ni siquiera hace falta añadir que la rutina o la ligereza postergaron injustamente esa vertiente de la obra cervantina. Más de una vez se ha dicho que quien escribió el Quijote no podía ser sino un gran poeta. Estoy de acuerdo. En el Quijote, en los aparejos de su espléndida prosa, se decantan los alimentos primordiales de la poesía, esa emoción verbal, esas palabras que van más allá de sus propios límites expresivos y abren o entornan los pasadizos que conducen a la iluminación, a esas “profundas cavernas del sentido” a que se refería San Juan de la Cruz. No es ajena a la seducción que emana del Quijote ese concepto de la poesía entendida como una construcción verbal, como un acto de lenguaje que alumbra las “cavernas del sentido”. Abundan además en la obra de Cervantes referencias a su perseverante amor por la poesía. Y, en efecto, así lo atestiguó a lo largo de su incierta vida, sin que esos empeños merecieran otro futuro que el de quedar oscurecidos ante la poderosa luminaria del Quijote.

He pensado con frecuencia en esa parcela de la vida de Cervantes medio emborronada por la incertidumbre, los equívocos, las zonas de penumbra. No se olvide que Cervantes inicia la publicación del corpus fundamental de su obra cuando ya rondaba los 60 años, es decir, que es prácticamente en la última década de su vida cuando aparecen las dos partes del Quijote, las 12 Novelas ejemplares, el Viaje del Parnaso, las Ocho comedias y ocho entremeses y, al año de su muerte, el Persiles. No deja de ser llamativo ese desequilibrio, ese reparto desigual de la obra a lo largo de la vida. ¿Por qué Cervantes escribió o –mejor dicho- por qué publicó tan poco en su juventud, incluso en su edad madura, y dio a conocer, culminó el ejemplo universal de su obra ya a las puertas de la vejez, de regreso de todas sus anteriores alianzas con la adversidad? No se trata ya de trabas editoriales o desarreglos viajeros, sino de evidencias cronológicas. Recuérdese lo que Cervantes confiesa con desgana en el prólogo a Ocho comedias y ocho entremeses: “tuve otras cosas en qué ocuparme, dejé la pluma y las comedias…” Son muchos los años de abandono literario a partir de la Galatea: casi dos décadas difusamente ocupadas en esos quehaceres irregulares que, en cierto modo, aportan a la vida de Cervantes una de sus más literales. Ese largo silencio literario no es el silencio de quien ha elegido no hablar, sino de quien ha hecho del soliloquio un método de maduración previa de la palabra. Es el mutismo del que lo observa todo para no olvidar nada.

 Ya me corregirá el profesor Francisco Rico si me equivoco, pero esas andanzas medio enigmáticas de Cervantes, esas huidas imprevistas, tantas vaguedades, zozobras, cautiverios, vienen a trazar como la síntesis biográfica de un perdedor, de un hombre de azarosos lances, casi de un aventurero que, como don Quijote, fue acumulando decepciones, fracasos, desdenes. Pero nunca, sin embargo, renunció a ir macerando en la memoria su más universal empeño creador: el que hizo de la libertad un fecundo condimento literario. Basta una simple ojeada al esplendor polifónico de su gran novela para entender que todo lo que tuvo de infortunada la vida de Cervantes, acabó encontrando una justiciera contrapartida en esa manifestación suprema de la propia libertad que es la palabra. “Libre nací y en libertad me fundo”, reza el último endecasílabo de un hermoso soneto de la Galatea. Una libertad que enarbola Cervantes como una lanza desempolvada -la del caballero de la Triste Figura- para protagonizar tantas y tan heroicas hazañas en defensa de los perseguidos, los oprimidos, los sojuzgados. Todos sabemos que abundan en el Quijote los episodios en que el andante caballero medita y actúa como un justiciero guardián de las libertades, como un emisario de la tolerancia, como un hombre decente -en suma- que procuró igualar con la vida el pensamiento. Decía Octavio Paz que “con Cervantes comienza la crítica de los absolutos: comienza la libertad”.

Me importa insistir fugazmente en ese prolongado alejamiento de las letras a que alude Cervantes como de pasada, pero que constituye un atractivo foco de deducciones. Siempre me ha conmovido, y ahora más, imaginarme al autor del Quijote navegando sin brújula entre los boatos de la Italia renacentista o los intramuros argelinos del cautiverio, por la corte encumbrada de Felipe II o la babilónica Sevilla de finales del XVI y principios del XVII. Asiduo a los garitos y corrales de comedias, al trato de pícaros y cómicos, un Miguel de Cervantes solitario y meditabundo, apenas conocido por nadie, iría trasegando desde la vida a la memoria algunos de los hechos y personajes que pasarían a figurar en muchas de sus historias. La experiencia del escritor que no escribe, que malvive de oficios indeseados, comparece aquí como una contradicción in terminis. Más que la imagen del vencido por la vida, lo que ese Cervantes acaba sugiriendo es la del vencedor literario de todas las batallas por la libertad. Siempre nos ha dado respuestas el autor del Quijote, incluso antes de escribirlo. Y luego, en el mismo momento en que Cervantes saca de su casa a Alonso Quijano, Alonso Quijano otorga a Cervantes una nueva coyuntura para recorrer los caminos irrestrictos de la libertad.

 Y no deseo finalizar este recuento de emociones sin hacer una mención fugaz a mis débitos personales con la poesía, ese engranaje de vida y pensamiento que tanto amó Cervantes y que tan exiguas recompensas le proporcionó. La poesía también tiene algo de indemnización supletoria de una pérdida. Lo que se pierde evoca en sentido lato lo que la poesía pretende recuperar, esos innumerables extravíos de la memoria que la poesía reordena y nos devuelve enaltecidos, como para que así podamos defendernos de las averías de la historia. Afirmaba Pavese que la poesía es una forma de defensa contra las ofensas de la vida y ese es para mí un veredicto inapelable. Siempre hay que defenderse con la palabra de quienes pretenden quitárnosla. Siempre hay que esgrimir esa palabra contra los desahucios de la razón.

Más de una vez he comentado que mi palabra escrita reproduce obviamente mis ideas estéticas, pero también mi pensamiento moral, mis litigios personales, mi manera de buscar una salida al laberinto de la historia. El prodigio instrumental del idioma me ha servido para objetivar mi noción del mundo, y he procurado siempre que esa poética noción del mundo se corresponda con mi más irrevocable ideario. Como suele decirse, en mi poesía está implícito todo lo que pienso, y hasta lo que todavía no pienso, que ya es meritorio. Cada vez estoy más seguro que la poesía en la que creo, esa que ocupa más espacio que el texto propiamente dicho, me retrata y me justifica. Incluso podría añadir que me ha enseñado todo lo que sé sobre mí mismo a medida que he ido valiéndome de ella para elegir mis propios diagnósticos sobre la realidad.

Creo honestamente en la capacidad paliativa de la poesía, en su potencia consoladora frente a los trastornos y desánimos que pueda depararnos la historia. En un mundo como el que hoy padecemos, asediado de tribulaciones y menosprecios a los derechos humanos, en un mundo como éste, de tan deficitaria probidad, hay que reivindicar los nobles aparejos de la inteligencia, los métodos humanísticos de la razón, de los que esta Universidad -por cierto- fue foco prominente. Quizá se trate de una utopía, pero la utopía también es una esperanza consecutivamente aplazada, de modo que habrá que confiar en que esa esperanza también se nutra de las generosas fuentes de la inteligencia. Leer un libro, escuchar una sinfonía, contemplar un cuadro, son vehículos simples y fecundos para la salvaguardia de todo lo que impide nuestro acceso a la libertad y la felicidad. Tal vez se logre así que el pensamiento crítico prevalezca sobre todo lo que tiende a neutralizarlo. Tal vez una sociedad decepcionada, perpleja, zaherida por una renuente crisis de valores, tienda así a convertirse en una sociedad ennoblecida por su propio esfuerzo regenerador. Quiero creer -con la debida temeridad- que el arte también dispone de ese poder terapéutico y que los utensilios de la poesía son capaces de contribuir a la rehabilitación de un edificio social menoscabado. Si es cierto, como opinaba Aristóteles, que la “la historia cuenta lo que sucedió y la poesía lo que debía suceder”, habrá que aceptar que la poesía puede efectivamente corregir las erratas de la historia y que esa credulidad nos inmuniza contra la decepción. Que así sea.

lunes, 22 de abril de 2013

La tierra

Niño indio, si estás cansado,
tú te acuestas sobre la Tierra,
y lo mismo si estás alegre,
hijo mío, juega con ella...

Se oyen cosas maravillosas
al tambor indio de la Tierra:
se oye el fuego que sube y baja
buscando el cielo, y no sosiega.
Rueda y rueda, se oyen los ríos
en cascadas que no se cuentan.
Se oyen mugir los animales;
se oye el hacha comer la selva.
Se oyen sonar telares indios.
Se oyen trillas, se oyen fiestas.

Donde el indio lo está llamando,
el tambor indio le contesta,
y tañe cerca y tañe lejos,
como el que huye y que regresa...

Todo lo toma, todo lo carga
el lomo santo de la Tierra:
lo que camina, lo que duerme,
lo que retoza y lo que pena;
y lleva vivos y lleva muertos
el tambor indio de la Tierra.

Cuando muera, no llores, hijo:
pecho a pecho ponte con ella,
y si sujetas los alientos
como que todo o nada fueras,
tú escucharás subir su brazo
que me tenía y que me entrega,
y la madre que estaba rota
tú la verás volver entera.


Gabriela Mistral
 


domingo, 21 de abril de 2013

LO LLEVABA EL AGUA


Sentado en la orilla,

el sol en la cara, frío en los pies,

subió por mi cuerpo,

desde los tobillos hasta el alma,

una angustia que llevaba el agua.

 
Salí de allí como las branquias

persiguen en el aire el sedal.

Al poco, sitiado contra la pared,

pálida la cara, frío en los pies,

defendiéndome de algo que no se dejaba ver,

miré a la derecha, a la izquierda después,

y cuál fue mi sorpresa que, unos metros más allá,

tus manos te estaban dando de beber.

 
Obedeciendo a la orden autoritaria del disimulo,

vista al frente, palo rígido en la espalda,

me fui por la senda del humo

con los pies fríos y mohina la cara,

como si no estuvieses, me marché.

 
Aún la angustia me perdura,

y aunque no logro saber por qué,

desde entonces mi cara

del sol se protege y sigo teniendo fríos los pies,

desde ese día te dejé de querer.


[Juan Carlos García Hoyuelos]

sábado, 20 de abril de 2013

ÚLTIMO ROMANCE


Llamaba la madrugada

con los nudillos

en la almohada;

nos devolvimos

las manos que tomamos prestadas.

 
Mientras miraba tu trémula mirada,

pensé,  desde donde a partir de aquel

día desmenuzo las marejadas:

he oído el cauce de tu sangre

buscándome en el delta,

néctar en el encuentro,

fértil niebla al retirarse.

 
Y al retirarse, aún estabas.

Con la madrugada, el alba

que, muerta de celos, sospecho,

aplastó con sus puños la arena,

y, no satisfecha, te bautizó

con agua de afluente

para que nunca me encontraras.
 

Si lograra discernir

cuál de los ríos

sabe a tus sedimentos, iría sin detenerme hacia ti.

Que descubran mi olor

a océano, da igual, nada impediría

llegar  a  tu  lado,

un último romance de anádromo que dar a esta agonía

de nuestros besos albos.


[Juan Carlos García Hoyuelos]

viernes, 19 de abril de 2013

PRESO EN MIS PROPIOS OJOS


Mientras pensaba en ti, los movimientos

de mi entorno, por ignorados,

fueron a guarecerse a las alas del tiempo.

Al volver, obligado me vi a ello, 

descubrí a la luna abrazada

a mi ausencia, arrebatándome la calidez de tus ojos.

Cerré a prisa los párpados, con fuerza,

¡intensamente!,… hasta aplastar

contra las paredes de la memoria

los guiños de la calle.

Intento yermo, sombras en vano, ya no estabas

esperando, regresaste

al agua que corre libre por tus manos.

Si hoy conmigo crees soñar, no habré sido un sueño,

sino el rescate de mi pensamiento

que va a la deriva por tu cuerpo

desde que la tarde perdió sus velas de fuego.

Por favor, acércalo a tus labios, al calor,

a veces intenso, otras liviano, de nuestros secretos.

Luego, con el día insinuándose tras el cerro,

olvidarás por qué dejaste desnuda la cama,

y yo caeré preso, una vez más, en las redes de mis ojos.

[Juan Carlos García Hoyuelos]

jueves, 18 de abril de 2013

Rayuela

...
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
...

J.J. Cortázar

martes, 16 de abril de 2013

Libre

Tiene casi veinte años y ya está
cansado de soñar
pero tras la frontera está su hogar,
su mundo y su ciudad.


Piensa que la alambrada sólo es
un trozo de metal,
algo que nunca puede detener
sus ansias de volar.

Libre
como el sol cuando amanece
yo soy libre
como el mar.
Libre
como el ave que escapó de su prisión
y puede al fin volar.
Libre
como el viento que recoge
mi lamento y mi pesar,
camino sin cesar,
detrás de la verdad
y sabré lo que es al fin la libertad.

Con su amor por bandera se marchó
cantando una canción,
marchaba tan feliz que no escuchó
la voz que le llamó
y tendido en el suelo se quedó,
sonriendo y sin hablar,
sobre su pecho flores carmesí
brotaban sin cesar.

Libre
como el sol cuando amanece
yo soy libre
como el mar.
Libre
como el ave que escapó de su prisión
y puede al fin volar.
Libre
como el viento que recoge
mi lamento y mi pesar,
camino sin cesar,
detrás de la verdad
y sabré lo que es al fin la libertad.

Libre
como el sol cuando amanece
yo soy libre
como el mar.
Libre
como el ave que escapó de su prisión
y puede al fin volar.
Libre
como el viento que recoge
mi lamento y mi pesar,
camino sin cesar,
detrás de la verdad
y sabré lo que es al fin la libertad.
[Nino Bravo]

DIMELO TU

Dime, cómo convencer a las nubes

que, agarradas a los collados,

se resisten a partir hacia otras latitudes,

reniegan de su condición nómada.

Cómo separo el lado invisible

de una frase dicha

que no emplea adjetivos

de la afonía táctil

de un amor no correspondido.

Cómo hago para filtrar

tu fresco oleaje de tus abrasadoras

miradas de sal,

y en el cansancio del titubeo,

hallar hervor donde el humo lo cubre todo, ahoga.

 
Cómo compulsar una utopía, explícame,

cuando su semejante eyacula ceniza,

está yermo de aliento, se apaga

nada más escucha el aleteo de la noche.

Cómo coso caricias sin agujas

y enhebro agónicos besos en anhelos.

Dime, quién mejor que tú.

[Juan Carlos García Hoyuelos]
 

domingo, 14 de abril de 2013

CANCIÓN A LAS RUINAS DE ITÁLICA

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.


Aquí de Cipión la vencedora
colonia fue; por tierra derribado
yace el temido honor de la espantosa
muralla, y lastimosa
reliquia es solamente
de su invencible gente.


Sólo quedan memorias funerales
donde erraron ya sombras de alto ejemplo
este llano fue plaza, allí fue templo;
de todo apenas quedan las señales.


Del gimnasio y las termas regaladas
leves vuelas cenizas desdichadas;
las torres que desprecio al aire fueron
a su gran pesadumbre se rindieron.

Este despedazado anfiteatro,
impío honor de los dioses, cuya afrenta
publica el amarillo jaramago,
ya reducido a trágico teatro,
¡oh fábula del tiempo, representa
cuánta fue su grandeza y es su estrago!
¿Cómo en el cerco vago
de su desierta arena
el gran pueblo no suena?
¿Dónde, pues fieras hay, está, el desnudo
luchador? ¿Dónde está el atleta fuerte?

Todo desapareció, cambió la suerte
voces alegres en silencio mudo;
mas aun el tiempo da en estos despojos
espectáculos fieros a los ojos,
y miran tan confusos lo presente,
que voces de dolor el alma siente,

Aquí nació aquel rayo de la guerra,
gran padre de la patria, honor de España,
pío, felice, triunfador Trajano,
ante quien muda se postró la tierra
que ve del sol la cuna y la que baña
el mar, también vencido, gaditano.


Aquí de Elio Adriano,
de Teodosio divino,
de Silo peregrino,
rodaron de marfil y oro las cunas;
aquí, ya de laurel, ya de jazmines,
coronados los vieron los jardines,
que ahora son zarzales y lagunas.


La casa para el César fabricada
¡ay!, yace de lagartos vil morada;
casas, jardines, césares murieron,
y aun las piedras que de ellos se escribieron.

Fabio, si tú no lloras, pon atenta
la vista en luengas calles destruidas;
mira mármoles y arcos destrozados,
mira estatuas soberbias que violenta
Némesis derribó, yacer tendidas,
y ya en alto silencio sepultados
sus dueños celebrados.

Así a Troya figuro,
así a su antiguo muro,
y a ti, Roma, a quien queda el nombre apenas,
¡oh patria de los dioses y los reyes!
Y a ti, a quien no valieron justas leyes,
fábrica de Minerva, sabia Atenas,
emulación ayer de las edades,
hoy cenizas, hoy vastas soledades,
que no os respetó el hado, no la muerte,
¡ay!, ni por sabia a ti, ni a ti por fuerte.

 Mas ¿para qué la mente se derrama
en buscar al dolor nuevo argumento?
Basta ejemplo menor, basta el presente,
que aún se ve el humo aquí, se ve la llama,
aun se oyen llantos hoy, hoy ronco acento;
tal genio o religión fuerza la mente
de la vecina gente,
que refiere admirada
que en la noche callada
una voz triste se oye que llorando,
"Cayó Itálica", dice, y lastimosa,
eco reclama "Itálica" en la hojosa
selva que se le opone, resonando
«Itálica», y el claro nombre oído
de Itálica, renuevan el gemido
mil sombras nobles de su gran ruina:
¡tanto aún la plebe a sentimiento inclina!

Esta corta piedad que, agradecido
huésped, a tus sagrados manes debo,
les do y consagro, Itálica famosa.

Tú, si llorosa don han admitido
las ingratas cenizas, de que llevo
dulce noticia asaz, si lastimosa,
permíteme, piadosa
usura a tierno llanto,
que vea el cuerpo santo
de Geroncio, tu mártir y prelado.

Muestra de su sepulcro algunas señas,
y cavaré con lágrimas las peñas
que ocultan su sarcófago sagrado;
pero mal pido el único consuelo
de todo el bien que airado quitó el cielo.

Goza en las tuyas sus reliquias bellas
para envidia del mundo y sus estrellas.

[Rodrigo Caro]
 


EN MI PIEL EL SABOR DE TU BOCA

Otra luna se abre en tus ojos,

cortejo de barbillas,  lisonjeo.

Brazos sin dueño, las lenguas se desvelan

en los diálogos acuosos del deseo

y en este cálido trayecto

me embeleso en tu cuello.

 
En mi piel el sabor de tu boca.

Los párpados van cerrándose

como el cielo que entre errabundas

cortinas blancas, oculta su medallón de oro.

Soy pasto de tu fuego, esclavo

de tus ensimismados embates.

 
Cuando se detenga el aire,

no pares,

reavivemos el amor por dos frentes

y en ese éxtasis impío,

gozo inefable,

alimentémonos

de lo que reste de nosotros.

 
Labios mutilados, gime la noche.

No acabes.

Las sábanas se retozan en nuestros cuerpos,

huelen a sueño profanado, evidencian

en sus prematuras arrugas la memoria del abordaje.

Hoy, no acabes.


[Juan Carlos García Hoyuelos]

NO LO CREO

Un año y medio después

vuelvo a aquellas dársenas

de un mar de alquitrán.

Nada parecía alterado, nada,

será porque por muy distintos

que sean los ojos de la mañana,

son las mismas olas

las que arriban al puerto.

 
Parecía, me equivoqué,

se perdieron los trazos

oníricos del deseo:

una cama desnuda por dos lados,

y su centro diáfano.

Mientras tus sueños

se los apropiaba la almohada,

yo, insomne, perdido

en tu indiferencia, nunca

tuve tanto silencio

oyendo  mis amarradas lágrimas.

 
Quise morirme, lo confieso,

tan veloz como tus, poco antes, esquivas miradas

(en ellas, ¿qué pensabas?),

morir oculto en la conjetura

de las caricias imaginadas,

enlazando tus dedos en los míos

y así no haber habitado en esa noche

de mangas cortas, y que en mí

entumecía cada pensamiento, cada  poro.

¡Tan fría!, que apenas…

(sólo  consigo  hablar

si de mi boca extirpo las palabras).

 
De qué servirá decir que te quiero,

si tú eres quien mejor defines nuestro encuentro.

Dices que me amaste, y no lo creo,

¿alguna vez  sentiste como

yo ahora  me muestro?

No lo creo.
                                                        

Un año y medio después el mar de alquitrán

navega con sus remos de goma,

y aunque convencido estoy de que tu adiós

es definitivo

(muy triste era, el mío un sollozo mudo),

cerraré los ojos

de la mañana para mojar,

en las mismas olas, mis manos.


[Juan Carlos García Hoyuelos]

viernes, 12 de abril de 2013

Iré

Iré donde acaba el mar

para hacerme océano,

y así no llegue a saber

quién provocó las mareas,

cuál de los dos supo

a sal a las rocas.

Me iré, lejos quedarán los rompeolas.

[Juan Carlos García Hoyuelos]

miércoles, 10 de abril de 2013

¿ESTUVISTE?, ¿ESTUVE?

Hoy he soñado, no dormía,

tampoco estaba despierto,

en ti y en mí;

quisiera decir en nosotros

y no alcanzo.

 
He soñado, caías,

mis brazos estuvieron quietos.

Luego lloré y tú reías;

no comprendo,

yo sangraba por tus heridas.

 
Me miraste y no te veía.

Te llamé con la voz desgarrada

pero no me oías.

¿Estuviste en mí?, ¿yo en ti?, no sé,

lo cierto es que cuando

me río siento un dolor inmenso,
 
sé que siguen abiertas tus heridas.

[Juan Carlos García Hoyuelos]