vuelvo a aquellas dársenas
de un mar de alquitrán.
Nada parecía alterado, nada,
será porque por muy distintos
que sean los ojos de la mañana,
son las mismas olas
las que arriban al puerto.
Parecía, me equivoqué,
se perdieron los trazos
oníricos del deseo:
una cama desnuda por dos lados,
y su centro diáfano.
Mientras tus sueños
se los apropiaba la almohada,
yo, insomne, perdido
en tu indiferencia, nunca
tuve tanto silencio
oyendo mis amarradas lágrimas.
Quise morirme, lo confieso,
tan veloz como tus, poco antes,
esquivas miradas
(en ellas, ¿qué pensabas?),
morir oculto en la conjetura
de las caricias imaginadas,
enlazando tus dedos en los míos
y así no haber habitado en esa
noche
de mangas cortas, y que en mí
entumecía cada pensamiento,
cada poro.
¡Tan fría!, que apenas…
(sólo consigo
hablar
si de mi boca extirpo las
palabras).
De qué servirá decir que te
quiero,
si tú eres quien mejor defines
nuestro encuentro.
Dices que me amaste, y no lo creo,
¿alguna vez sentiste como
yo ahora me muestro?
No lo creo.
Un año y medio después el mar de alquitrán
navega con sus remos de goma,
y aunque convencido estoy de que
tu adiós
es definitivo
(muy triste era, el mío un sollozo
mudo),
cerraré los ojos
de la mañana para mojar,
en las mismas olas, mis manos.
[Juan Carlos García Hoyuelos]
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