Envidio al pájaro
porque sólo su trino envejece.
No dispongo
del tiempo suficiente
para que esta herida
de tono rosáceo, desgarro efebo,
batalla perdida al amor
(una distinta, que no otra),
envejezca antes de que los labios
se agarren con desiguales jarcias
al perímetro de mi boca.
Envidio a ese árbol centenario
por morir como ha nacido,
de haberlo hecho en otoño
para que todos creamos
que está dormido:
sin flores muertas, sin hisopos,
con nombres encerrados
en un racimo de corazones,
y aunque las lactantes primaveras
no volverán a él, no lo harán
(sus largas mamas quedaron yermas),
aquellos amores, aquellas líneas
repasadas con resina, viven
en su arrugada gabardina.
Envidio a la luna, capaz
de asesinar a la tarde,
sin remordimientos, ningún reproche,
acabados los ritos del apareo,
regueros de sangre en el horizonte;
y de la misma manera, por amor,
yace con la primera mirada
cautivadora del sol.
Apenas siente la efervescencia
de su enamoramiento,
da a luz a las
lágrimas de la mañana
que por nuevas mi vida,
que no mi herida, envejece.
Suerte la vuestra, cada día
se os concede
otro envido a la
muerte.
Envidio al pájaro, a ese árbol centenario,
a la luna, sea viento en mi lecho
o mi amante de cartón.
Maldigo este amor de légamo, el mío.
[Juan Carlos García Hoyuelos]
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