Te beso, ablando tus labios.
De nada sirve, lo sabemos,
que una cortina negra
escurriéndose tras el cristal
nos avise cuando la calle
mira para otro lado.
Mi boca retiene el jugo de tu paladar,
en la tuya mi hálito hierve, acaba,
y aunque reniego de sentimientos,
tomo un exiguo respiro
para decirte: ¡te quiero!
Quizá no suene romántico, ni éste sea el momento,
pero después de tanto tiempo,
no pude de entre mis dientes retenerlo.
Me miras y nada dices, te miro;
¡qué pobres son las palabras por muy ordenadas!.
Vuelvo a besarte; olvidemos
cuanto no se exclama, devoremos
en nuestras lenguas los terrenos más recónditos;
libre el horizonte rezuma
música de tu escarpada garganta.
Cerca, juntos, la habitación arde;
no es extraño que las sombras,
ruborizadas y sin rumbo,
se vistan de colores
carnales.
Fuerte marejada, hay olas
en la melena de percal,
embargo de cutícula, lumbre,
cuerpo con cuerpo,
cual peonza que se
excede
al sentir en la yema la piel del suelo.
Así, juntos, sin espacios,
acorralados
por leones de estorbo
nuestros instintos corren.
¡Ssss!, calla; una sola palabra, un gemido,
puede despertar el vuelo
escandaloso de las tejas.
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